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El Gran Libro





La citó en la biblioteca nacional y allí esperó su aparición expectante mientras manipulaba su celular tratando de disimular su nerviosismo o tratando de tranquilizarse, o tratando de escuchar música, o tratando de parecer interesante o tratando de parecer casual.
Llegó Amanda muy natural y antes de saludarlo con un beso se sentó a su lado en la escalera principal que da a la Alameda.
Después de contarle el motivo de su impuntualidad y de contarle, vaya uno a saber por qué, que uno de sus ex novios la obligaba a ir a conciertos que no le interesaban en lo absoluto, entraron en la biblioteca.
Ingresaron a un salón iluminadísimo, muy distinto a como estaba hace un par de años cuando él entró la última vez; subieron las escaleras oscuras y en el primer descanso los esperaba un ventanal por donde entraba una luz que los encandilaba. Llegaron al segundo piso y abrieron una puerta que daba a la sala de lectura; era silenciosa y muy amplia, larguísima y maravillosamente sub-utilizada, pensó Casiano.
La sentó de espaldas al mesón de pedidos.
—Siéntate aquí, no te muevas —le pidió Casiano.
—Ok —dijo Amanda, expresando una solapada sonrisa-sospecha.
Mientras ella disimulaba su expectativa, él se acercó al mesón y extendió un papel con el pedido.
—Buenas tardes, ¿podría por favor traerme este libro?:


La bibliotecaria, un cliché para el trabajo, fue por el libro. Mientras, él se volvió para mirar a Amanda que estaba concentrada leyendo algo o quizás manipulando su celular.
—Aquí tiene, dijo la bibliotecaria entregándole un libro que dejó sorprendidos a quienes estaban a su alrededor esperando o haciendo pedidos.
Era un libro muy grande, medía unos 40cm de alto y pesaba cerca de un kilo. Con sus manos enclenques lo tomó y caminó a paso ligero mientras los lectores de la sala miraban sospechosos, algunos el gran libro, otros a Casiano.
—Cierra los ojos —le susurró a Amanda cuando estuvo a un paso de ella, dando un pequeño salto.
—Ok —respondió.

Casiano abrió dificultosamente el libro entre sus manos buscando la página 14 y entre las miradas curiosas desde todos los flancos, puso el gran libro abierto ante la mirada de Amanda.
—Ábrelos —susurró.
Amanda abrió los ojos y su cara de asombro asombró a Casiano en silencio. Amanda no dijo nada, la biblioteca entonces se transformó en un parque verdoso, largo y frondoso; ella misma se vistió de clorofila iluminándose de un verde fosforescente como el que se ve en las orillas de las playas del norte durante la noche; pobló el parque imaginario con amantes ingenuos y pueriles y con algodones de azúcar nadando en el aire.
—Precioso —dijo Amanda apenas hubo terminado aquel pensamiento fugaz y lo dijo como alargando la palabra antes de soltarla, mientras miraba la ilustración y leía mentalmente el párrafo que estaba frente a sus ojos:

Nel mezzo del cammin di nostra vita
mi ritrovai per una selva oscura
ché la diritta via era smarrita.

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Vampiros

Iquique me debe un amor… yo le debo otro. Le dije que el verso era parte de un poema mío, pero no me creyó. Finalmente accedió a que me lo recitara con su vocecita profunda y exquisitamente cuica.
Ya en el taxi, le preguntaba repetidamente
—¿cuál es la verdad?— hasta que la besé.

—Tú estás pololeando— me dijo como afirmando y preguntando, reticente y rendida.
Llegamos a la puerta de su casa frente a las olas furiosas de Playa Brava; se bajó del taxi sin invitarme a entrar. Al parecer, sabía de vampiros.

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La Mirada

Llamé a su celular, pero no contestó. Lo hizo su madre.
Ella sin conocerme y yo sin decir quién era, pregunté por Javiera.

—¿Javiera?
—No, soy su mamá. Javi no puede contestar.

Los minutos siguientes los dedicó a explicarme su delicado estado de salud, sin embargo la gravedad no era tal, sólo estaba en reposo, pero su madre aprovechaba la situación para demostrar cuán preocupada estaba por su hija.
Antes había logrado comunicarme con ella, pero no estaba muy interesada en mi llamada. Que ahora contestara su madre era el mensaje claro de que no le interesaba en lo absoluto hablarme ni escucharme, así que fui a la casa de sus padres donde estaba recuperándose. Al llegar encontré a mucha gente a su alrededor. Javiera posee un encanto arrollador, es muy versátil y hechiza a distintas personas de distintas maneras; ahí estaba Lucio, el más cercano y lo más parecido a un novio. Lucio es del gusto de la madre de Javiera y llevaba más ventaja en la aventura por conquistarla. Sin embargo, han sido amigos demasiado tiempo como para que pudieran ser algo más. Otra de las personas era Damián, parecía ir de allí para allá sin ser demasiado aporte, pues Lucio cumplía esa función a la perfección con la venia de su madre.

Javiera estaba dentro de una pieza oscura con dos camas. La otra supongo que era de su padre, pues su mamá solo aparecía preocupada durante el día y en circunstancias como ésta, cuando había más gente de lo normal. Entré a la habitación y Javiera nota mi presencia. Al verme dibuja una leve sonrisa en su rostro, pero nada más. Me acerco, me siento a un costado de su cama y acaricio sutilmente su cabeza. El gesto parece tomarla por sorpresa y se arropa por completo a la vez que me da la espalda.

No teníamos privacidad, por el pasillo que está fuera de la habitación circulaba gente de aquí para allá ocupada ayudando en los quehaceres de la casa, por ello mi presencia no iba a durar mucho. Mi intención era ver a Javiera y averiguar de alguna forma su reticencia a contestar mis llamadas y su alejamiento. Acto seguido entra Lucio con refresco y con un comentario de pocos amigos.

—Aquí solo llegan aparecidos, personas que jamás se preocuparon por Javiera y que ahora pretenden aparentar preocupación— miré a Javiera a los ojos mientras Lucio hablaba y noté un gesto que le hizo para que callara y se comportara.

Cuando Lucio abandonó la habitación, Javiera y yo tomamos un sorbo del jugo de limón que nos trajo. Nos miramos un par de segundos y me dice, como rompiendo un hechizo:

—No mires así, no frunzas el ceño al mirar— dando una sutil y definitiva explicación de por qué nunca terminamos juntos. Acto seguido volvió a taparse por completo dándome la espalda. Me acerqué y le di un beso en su cabeza cubierta por el bulto de sus frazadas, para despedirme.

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